Gracias a la bendición de la lluvia este año hemos tenido un otoño realmente bonito. Nos daría pena que se termine esta bella estación de no ser porque detrás viene nuestro querido invierno y la temporada de nieve, mmmmm. Pero bueno, no podemos quejarnos porque más que ningún otro año este otoño hemos salido mucho a hacer rutas y lo hemos aprovechado pero que muy bien.
Esta vez nos hemos acercado a visitar el sabinar de Lozoya y sus alrededores cubiertos de un mixto de pinares y robledales. La ruta prometía, pues Pablo la había compuesto empalmando el track de dos rutas diferentes que había encontrado en internet y el conjunto de ambas daba para un buen paseo. Además, como hacía una temperatura muy agradable y parecía que los de la AEMET volvían a errar con sus pronósticos a nuestro favor, estábamos de muy buen ánimo y humor. También contribuía a ello la contemplación de las mágicas vistas del pueblo de Lozoya reflejándose en la superficie del embalse de Pinilla, con el pico de Peñalara asomando majestuoso entre las nubes que reptaban perezosas por sus laderas.
El caso es que, contagiado de tantas buenas sensaciones, a un servidor no se le ocurre otra cosa que separarse del grupo para explorar una via alternativa por el famoso sabinar de Lozoya para subir a la cuerda del cerro de la Cruz. Feliz idea pero muy desafortunada, pues anda que te anda entre pinos, robles y sabinas por una senda poco transitada con la que me crucé, pasó un buen rato hasta que ese exceso de ánimos se disipó, momento en el que caí en que me había ido más solo que la una a no-se-sabe-dónde y no había ni la más mínima señal de mis compañeros. Sí, los había perdido. Tan simple como éso. Así que tras una hora y pico de búsqueda a la aventura trochando abajo y arriba (sin sendas ni rastros fiables a seguir que no fueran los dejados por las numerosas vacas que andan sueltas por esas laderas y que salían despavoridas al verme aparecer de improviso y corriendo como un poseso) conseguí al fin dar con ellos ya cerca de la cima del cerro de la Cruz. Entre risas y varios "qué, ¿dónde andabas, te has divertido?" y también "ya te vale, Tío Paco, siempre andas igual buscando líos...", me recibieron felices y ahí quedó todo, al menos de moemento. Menuda aventura y qué alivio.
Bien, ya todos juntitos seguimos adelante con la ruta programada y disfrutando felizmente de la jornada (a pesar de que iba aumentando progresivamente la
nubosidad con algunas nieblas entrando por arriba seguía sin hacer nada de frio). Nos dirijimos hacia el norte y luego al oeste para bajar un poco, cruzar el arroyo del Villar y seguir después por el otro lado ladera arriba en dirección noroeste.
Además de las ya habituales estampas otoñales de pinos y robles cubiertos de abundantes líquenes, suelos alfombrados de hojas y setitas de todas las formas, tamaños y colores, piedras musgosas, cantarines arroyos con vistosas chorreras y saltos de agua, tuvimos la suerte de encontrarnos con una cierva y también níscalos, sí, montones de ellos asomando entre las hojas caídas de los pinos. Tan a mano estaban que David nos contagió su entusiasmo y nos picó el gusanillo setero, de manera que no pudimos resistirnos a recolectar unos pocos para hacer un guiso con ellos y probarlos. A lo tonto con "mira, ahí hay uno..., uy, otro, y otro y otro más..., hala cuantoooos", cayeron en la saca un par de kilejos que luego nos repartimos al acabar la ruta. Adivinaréis lo que cené esa misma noche. Ajito, perejil..., uhmmm, deliciosos. Y es que la naturaleza, tratada con el respeto que merece, puede ser de lo más agradecida. Cuidemos nuestros montes para que todos los años nos puedan agasajar con su generosidad.
Ibamos todos tan felices con el magro hallazgo aunque con la mosca detrás de la oreja, porque entre tomas semiprofesionales de fotos, recogida de níscalos y otros entretenimientos varios, ya íbamos con la hora un poco justita (habida cuenta lo cortos que son ahora los días y más estando nublado) y aún quedaba un buen trecho para regresar a Lozoya. Tiene gracia la cosa porque a pesar de haber yo gastado ya con creces mi reserva de ganas de aventuras para todo el día, la propia ruta nos tenía reservadas unas cuantas sorpresas más adelante. Y es que el track que teníamos metido en el GPS iba siguiendo una sendita poco tansitada pero muy bonita ella hasta que desapareció sin más y el track seguía adelante trochando entre árboles y arbustos (y también terribles zarzas erizadas pinchos, pfffff) por donde Dios le daba a entender...
Pero bueno, ahí seguíamos pin-pam a la aventura hasta que llegamos al arroyo del Reajo Sastre. Cada cual lo cruzó como y por donde pudo y el grupo se disgregó un poquejo. Tras un momento de desconcierto entre voces, silbidos y otras señales acústicas (la densidad de los árboles y lo pronunciado de las laderas limitaba mucho el campo de visión) conseguimos reagruparnos de nuevo y seguimos adelante ahora sí sin más líos hasta llegar a un camino de verdad. Visitamos el roble centenario y lo saludamos con veneración, nos ladró un mastín enorme que guardaba un pequeño rebaño de ovejas, una perdiz roja pasó corriendo por delante de nosotros y llegamos finalmente a Lozoya con las últimas luces del día todos juntos, enteros y con nuestra preciada carga apenas intacta (algo increible después de los meneos y zarandeos que se llevó la bolsa que los contenía por todas las aventuras por terreno difícil que habíamos pasado). Nos tomamos las cervecitas de rigor, muy merecidas esta vez pues vivir aventuras da una sed bárbara. No obstante nos entretuvimos poco y tiramos p'a casa a apañar los níscalos y no darles tiempo a que se pusieran pochos.
En definitiva, un bello paseo en las postrimerías del otoño con los suelos del bosque alfombrados de hojas y setas. El que no tiene líos se los busca, pero bien está lo que bien acaba y nos divertimos mucho. Todos fuimos felices y comimos perdices (bueno perdiz no, que se fue corriendo, pero sí níscalos y muy ricos, por cierto). A vuestra salud, amigos, y hasta otra.
Un xaludote
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